Mi invitada en el blog esta semana es Julia Mitchell. Julia es la Coordinadora de Participación de Usuarios y Miembros para Authentic Intimacy.
Para mí, esta pregunta es donde todo comienza: ¿Puedo realmente confiarle a Dios todo, incluyendo mi sexualidad?
Todavía me veo en mi habitación esa noche, dando vueltas y vueltas, abrumada por la angustia en mi alma. Agarrando las cobijas con fuerza, hablé en la oscuridad, revelándole mi más profundo y oscuro secreto a Dios.
Las lágrimas corrían por mis mejillas mientras salían las palabras, con timidez y valentía a la vez. La agonía de mi alma subió a la superficie hasta que se derramó.
Pero ahí estaba, había sido traído a la luz, tenía una voz, ya no estaba escondido. Luchar por mi sexualidad me había alejado de la fe de mi infancia. Y ahora había sido lo que, de nuevo, me había dejado tan desesperada por Dios.
En ese momento, ansiaba saber que todavía era amada y atesorada. Recuerdo que luego le conté esta experiencia a una figura paterna en mi vida. Él sonrió y dijo gentilmente: “¿Crees que Dios se sorprendió?” Yo también sonreí, sabiendo que la respuesta era, por supuesto, que no. El Salmo 139 dice “Tú conoces íntimamente todos mis caminos”. Dios conoce los secretos más profundos de mi corazón y no se aleja de mí.
Algo pasó esa noche mientras me quitaba la máscara, admitiendo lo que Dios ya sabía. Fue el comienzo de una profunda transformación interna. Hace unos años, me habría aterrorizado decirle esas cosas a Dios. Sin embargo ahora es algo que me da un gran consuelo y me ha llevado a una relación más profunda e íntima con Él, a medida que he ido comprendiendo el poder de estas tres verdades de las Escrituras: El Padre me abraza. Jesús tiene empatía conmigo. El Espíritu me da poder.
El Padre me abraza
Siempre que pienso en Dios abrazándome como un Padre, mi mente va a Lucas 15. “Cuando todavía estaba muy lejos”, dice el texto. Esto significa que el Padre estaba alerta, observando y esperando, anhelando el regreso de su hijo.
Al hijo que lo había derrochado todo.
Al hijo que básicamente había deseado que su padre muriera.
Al hijo que había rechazado el amor y el hogar de Su Padre y que se había ido en busca de placeres terrenales para llenar su alma hambrienta.
Este es el hijo por el que el Padre está viendo a lo lejos, con la esperanza de vislumbrar lo que viene por ese camino.
¿Alguna vez te has sentido como el hijo de esta historia? ¿Alguna vez el recuerdo de tus decisiones pasadas te ha llenado de profunda vergüenza? Tal vez, como yo, te escapaste porque sentías que eras demasiado indigno para seguir viviendo en la casa del Padre. O tal vez, como el hijo, creemos que el verdadero placer y satisfacción no se encuentra en el Padre.
Y sin embargo, en el momento en que regresamos, miserables y adoloridos, el corazón de Dios se conmueve y tiene compasión. Corre hacia nosotros y nos envuelve en un abrazo lleno de emoción. Creo que esta historia puede ser tan familiar que pasamos por alto la intensidad de la emoción que Jesús le atribuye al Padre al contar esta historia. Veamos cómo se describe el momento del reencuentro en Lucas 15:20:
Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. (RVR).
Su padre…Lleno de amor y de compasión, corrió hacia su hijo, lo abrazó y lo besó. (NTV).
Su padre…Corrió entonces, se echó sobre su cuello, y lo besó. (RVC).
¿Sienten la intensidad y profundidad del amor del Padre por su hijo? No sé ustedes, pero esta no es la imagen que me viene a la mente cuando he pecado. Los susurros de “ahora no eres digna”, “nunca estarás limpia” y “no eres amada después de lo que hiciste” llenan mi mente y me hacen perder de vista por completo el corazón de Dios, el cual es generosamente amoroso y que, a mi regreso, dice con gran gozo: “¡Esta amada hija mía estaba perdida y ha sido encontrada!”
Jesús tiene empatía conmigo
Durante mis años pródigos, algunas cosas me llevaron de regreso a Cristo. La más llamativa y convincente de todas fue la siguiente: Jesús, plenamente Dios, abrazando voluntariamente esta vida humana.
Elegir negar mis deseos carnales es, en el mejor de los casos, agotador y, en los días realmente oscuros, es algo que amenaza con destruir mi alma. En esos momentos, regreso una y otra vez a la humanidad de mi Salvador. En un día particularmente difícil hace unas semanas, mientras lloraba de nuevo con Dios, sintiéndome avergonzada e indigna de ser su hija, las palabras de Hebreos 4 vinieron a mi corazón. Las frases del versículo 15 me llamaron la atención:
Él se compadece de nuestras debilidades.
Él entiende nuestra humanidad.
Fue tentado en todo, aunque sin pecado.
Encuentro un consuelo tan profundo al saber que Jesús, aunque siendo plenamente Dios, se sumergió en la cenagosa existencia de la humanidad, caminó por caminos polvorientos y conoce de primera mano el dolor de la angustia y la pérdida. Luego, debido a que Jesús tomó un cuerpo con carne y hueso como nosotros, y vivió sin pecado a pesar de las tentaciones y luchas, preparó el camino hacia el trono de la gracia. Gracias a esto, ¿cuál es mi derecho, como hijo de Dios, comprado con sangre? La respuesta se encuentra en el siguiente versículo:
Así que acerquémonos con toda confianza al trono de la gracia (el trono del favor inmerecido de Dios hacia nosotros los pecadores) de nuestro Dios. Allí recibiremos su misericordia [por nuestros fracasos] y encontraremos la gracia que nos ayudará [de forma apropiada y a tiempo] cuando más la necesitemos. Hebreos 4:16 (NTV).
¿Cómo te imaginas acercándote al trono de la gracia?
Si soy honesta, por lo general me imagino arrastrándome, con la ropa hecha harapos, los ojos mirando hacia abajo debido a la vergüenza, esperando que no me cierren la puerta en mi cara. Pero justo cuando el Padre corría hacia Su hijo, nuestro Salvador Jesús caminó por los pasillos hacia el trono en nuestro nombre y abrió las puertas de par en par, dando acceso al lugar donde nos esperaba el beso de la misericordia. Él no se aleja, no se aparta. Al contrario, Él pone su brazo alrededor de mi hombro y dice: “Lo sé, lo sé”.
El espíritu me empodera
Vivir en nuestra cultura a menudo se siente como nadar contra la corriente. Seamos honestas, a veces simplemente nos cansamos de resistirnos a la carne (¡¿o soy la única?!). Ésta es una de las razones por las que estoy tan agradecida por la cruda honestidad de la palabra de Dios. Pablo a menudo me parece un cristiano sobrehumano, y luego recuerdo que este “superhéroe” de la fe escribió estas palabras en Romanos 7:
“Quiero hacer lo que es bueno, pero no lo hago. No quiero hacer lo que está mal, pero igual lo hago. ¡Soy un pobre desgraciado!”
Este versículo revela la realidad de nuestra lucha interna con la carne, entonces, ¿por qué todavía nos sentimos sorprendidos cuando sucede?
Sin embargo, Pablo no se detuvo allí.
Inmediatamente después de esta confesión, viene Romanos 8, un capítulo muy querido y citado, lleno de maravillosas verdades. ¿Recuerdas a esa niña llena de cobardía, asustada de acercarse al trono? Me di cuenta de que es la misma postura que adopto a menudo cuando lucho contra las mentiras del enemigo o los impulsos de mi carne. Me quedo allí sentada y lo acepto, actuando como si no tuviera otra opción. Pero Pablo nos recuerda en Romanos 8 que como amados hijos de Dios, estamos llenos del Espíritu Santo. Mi nueva identidad proclama que ya no estoy obligada a darle lugar a las voces del pecado y de la carne. No tengo la obligación de hacer lo que mi naturaleza pecaminosa me dice que haga.
El Espíritu Santo me da el poder para decir, “No”.
Bien, esto puede sonar un poco fuera de lugar, pero ¿cuándo fue la última vez que le dijiste “No” a tu carne? En voz alta. Realmente fuerte. Satanás es un agresor que quiere destruirnos. Fui maestra de educación infantil durante seis años y les enseñamos a nuestros estudiantes tres cosas cuando alguien comienza a comportarse como un agresor.
- Di “NO!” en voz alta y con una mano arriba
- Aléjate
- Busca a un profesor
Me pregunto qué pasaría si comenzáramos a responder al montón de mentiras de Satanás de esta manera, como hijas empoderadas de Dios. Somos privilegiadas y estamos protegidas, y tenemos la autoridad en el nombre de Jesús para declarar con poder: “Ya no estoy obligada a decirte que sí. Esta mentira o tentación ya no es mi identidad”. Luego podemos apartarnos, ir directamente a nuestro Abogado, nuestro Consejero, y contarle todo al respecto.
Cuanto más conozco y confío en el corazón de Dios, más aprendo a practicar esto, momento a momento, día a día. Todavía titubeo y olvido mi verdadera identidad. Pero cada vez, sin falta, el abrazo de mi Padre me está esperando, y la empatía de Jesús reconforta mi corazón, recordándome que soy una hija de Dios empoderada. Y tú también.
Nuestro Dios dice: “Ven, aquí hay seguridad para todos tus secretos y luchas”. Así que vengo, pongo mi cansada cabeza sobre su cuello y descanso segura, sabiendo que realmente puedo confiar en mi Dios con todo, incluyendo mi sexualidad.
¿Quieres aprender más sobre cómo Dios se preocupa por tu sexualidad?: